La piel que habitamos.
La piel que habito (2011) es lo mejor que he visto de Almodóvar desde Todo sobre mi madre (1999). Me ha dejado
caminando en el intrincado y opaco sendero del género. Y es que hay acaso una
misteriosa fuerza vital que nos lleva a ser heterosexuales (y seguir el sino de
nuestro cuerpo) u homosexuales (revelarnos contra una imposición aparentemente
natural) o sus múltiples formas inimaginables (bi, transexual, travesti, etc.).
Almodóvar es demasiado inteligente como para intentar responder tamaña pregunta
en una película. De otro lado, que Vera-Vicente se resista a aceptar su nuevo
cuerpo, su nuevo sexo, y por ende, su nuevo género no nos debe llevar a suponer
que toda persona es llamada por la letanía de su sexo originario. Sería un error
interpretar de ese modo la película. Solo me queda la sensación que habitamos
un cuerpo que a veces corresponde con aquello que se nos demanda desear a
través de una heteronormatividad asfixiante y violenta: habitamos nuestro
cuerpo pero también, a veces, nuestro cuerpo nos habita. Pues cuando mi cuerpo desea
un cuerpo de mi mismo sexo empiezan los problemas, he allí la ley del deseo y el imperio
de los sentidos contra el peso de la norma que cae para avergonzarnos. Esta
tarde leía a Eve Sedgwick y relacionaba
la vergüenza con la queer performance.
No me ha quedado con mucho de la lectura, solo que la norma nos puede hacer
sentir mucha vergüenza, como la de contener el llanto para no llorar y afirmar
que (los hombres) no lloramos. Pero allí
está el dolor del niño -más intenso que la vergüenza- para llorar. Allí está el
deseo homo-erótico para arrimar a la vergüenza y sentir sin medida.
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