viernes, 22 de abril de 2011

DOS


Si bien luego de la muerte de nuestro padre y el suicidio de nuestro hermano mayor, nuestra madre seguía prodigándonos ese amor tan suyo, algo se había quebrado. Ahora que el tiempo y los avatares me posicionan en otro lugar puedo decir que la muerte había roto vínculos imperceptibles. Vínculos que nunca habían transitado por la oralidad, sino por los gestos. Quizá un poco de desamor hacia el otro se había establecido como modo de protegernos ante una eventual y próxima muerte. Sabíamos bien que una vez más aparecería sin aviso y nos arrebataría eso que amábamos o que simplemente estábamos acostumbrados a ver y sentir.

Luego de un viaje volví a casa y un nuevo integrante habitaba en ella. Era una anciana bajita, de pelo corto y cano, con una mirada tierna, pero que a diferencia de la de nuestra madre parecía en determinados momentos siniestra.

Ella se encargaría desde entonces de colaborar con los quehaceres de la casa que mi madre, por su edad, ya no podía cumplir con diligencia. Sin embargo, el parecido entre ambas cada día se fue haciendo más notorio. A veces, luego de llegar del trabajo nos sorprendía, a mi hermano y a mí, no poder distinguirlas de espalda mientras lavaban algún enser. Pero esta madre apenas hablaba, claro que tampoco había caracterizado a la otra una locuacidad desbordante.

A veces me sorprendía pensando, narcisistamente, que si la muerte llegaba agazapada por la noche, de improvisto, no sufriríamos tanto la pérdida de nuestra madre original, pues nos quedaba otra que cumplía con la misma dedicación la tarea de cuidarnos y de tenerlo todo en orden luego de un día de trabajo. Esta madre, cocinaba perfectamente (como la otra), tenía siempre bien planchadas las camisas y pantalones (como la otra), y quizá le faltaba (también como la otra) una mayor cuota y dedicación para tener más limpia y ordenada la casa.

Como ya lo presagiábamos, la muerte volvería a llegar: un ataque mientras dormía hizo que la contempláramos en un real sueño sin retorno. La noticia nos la dio nuestra otra madre cuando volvimos del trabajo. El cuerpo aún permanecía en la cama, no se había atrevido a moverlo ni a avisar a nadie durante todo el día. Recién cuando llegamos, al caer la noche, es que empezamos a seguir, en un estado ingrávido, los trámites burocráticos para darle el ritual fúnebre.

La incineramos, como lo había deseado. Cuando salíamos del crematorio fue paradójica la imagen de ver a nuestra madre original hecha polvo gris en una urna que era llevada por esa otra madre que había aparecido sin previo aviso; como dos hermanas perdidas que se encontraban en el ocaso de sus vidas. Ahora tan diferentes.

Como ya lo dije, luego de varios meses lejos de casa encontré a esta madre viviendo con nosotros. Mi madre nunca me supo explicar bien como la conoció y ella, nuestra ahora madre, tampoco supo explicar cuál era su pasado, me decía cosas como: “Uy, hijo, soy tan vieja que ni yo misma me acuerdo quien fui”. Ante respuestas como esa la curiosidad se atenuaba hasta que volvía a acecharla con preguntas. Un día me di cuenta que nunca sabría del pasado de esta anciana que había venido a reemplazar a la que nos había parido. Esa era la única diferencia entre una y otra. Miento, había otra diferencia, la única diferencia fáctica. No solo había en su mirada una ternura de anciana dulce de cuentos infantiles, sino también una mirada tan misteriosa y oscura como su pasado, una mirada de olvido, amenazante, que me atemorizaba y me perturbaba. Es aquí el lugar donde se produce una madeja negra que se enredan sobre mis ojos y teje una línea imperceptible entre la práctica del sueño y la vigilia.

***

Mi hermano almuerza, parece ensimismado por alguna razón, trae los ojos cargados de preocupación. Entro a la cocina. Nuestra madre me mira con esa mirada que traiciona la ecuanimidad. Trato de salir de allí. Se acerca e intenta apuñalarme. Sostengo el cuchillo como un rayo plateado que iba a caer con un ruido ensordecedor. Forcejeamos. Tengo la mano sangrando. He cogido el cuchillo por el lado del filo, lo empuño como a un corazón. Me sorprende la fuerza que tiene. Luce rejuvenecida. Grito y nadie parece escucharme. Ella insiste en el acto. No recuerdo más.

A la mañana siguiente tengo la mano vendada. Mi madre ahora tiene el rostro tierno. Ella es la única que me queda. Ya no le temo. No me atrevo a preguntarle que pasó. Empiezo a recordarlo todo. Me voy a trabajar sin decirle nada a nadie. Nadie es el único hermano que me queda y del cual he sabido poco a pesar de vivir juntos.

Llega la noche. No lo soporto. Siento su mirada vacía como de muñeca anciana de porcelana; obscena, irrepresentable, esa mirada le gana a las dádivas de su pródigo amor. No hemos hablado de lo que realmente ha pasado. Ella solo me cambia el vendaje, tan blanco, tan limpio y me ha besado ambas manos a pesar que una está intacta. Ella sale de la habitación, yo permanezco contemplando la cortina cerrada atenuando el alumbrado de la calle. Decido confrontarla. La contemplo guardando manteles limpios en un cajón. La veo de perfil, está acorralada por la pared y aquel estante con gavetas. No digo nada, pues las palabras siempre han sido caras en nuestra casa. De mi maletín ya no saco libros sino cuchillos. Empiezo a lanzarlos. Ellos vuelan en espiral. El primero rebota en la pared y luego se incrusta en el lado derecho de su cráneo. Ella no se inmuta, continúa con su labor. Sigo lanzando, ahora tenedores que se le incrustan en diferentes partes de su cuerpecillo. No siento remordimiento sino paz ante una amenaza que se extingue.

Ella no se defendió, siguió guardando esos manteles tibios, blancos, perfumados, recién planchados, hasta que se desplomó.

En estos años he sentido más la ausencia de mi pie. He reescrito esta historia varias veces: la llegada de esa otra madre luego del accidente, la convivencia con ambas, la partida de una, sus cenizas, mis lágrimas sobre ella, sus manos como pasas extendidas vendando mis manos, este pasaje incierto de los cuchillos y tenedores, y, por supuesto, su mirada amenazante, de muerte, de una madre que quiere asesinar a su crío recién nacido.

Mi cuerpo es una celda de recuerdos, solo un artefacto de la memoria. El disco rayado que canta la misma canción una y otra vez, pero cada una de las canciones repetidas tiene pequeñas variantes que terminan haciendo de ella relatos contradictorios, a veces diferentes y sin el menor sentido.