domingo, 23 de octubre de 2011

Azul de Kieslowski

En un accidente automovilístico Julie pierde a su marido Patrice, uno de los más prestigiosos compositores europeos, y a su hija Anna. Al recuperarse de sus lesiones, decide comenzar una nueva vida en la que tendrá que lidiar con la soledad, pero fundamentalmente con los recuerdos de un pasado que se ha clausurado trágicamente. Pero en su vida empiezan a aparecer personajes como una periodista especializada en música, que la persigue intentando probar que era Julie quien componía las piezas que hicieron famoso a su marido. También está Olivier, el ayudante de Patrice que ha vivido enamorado de ella desde hace muchos años; la vecina de su nuevo departamento, con la cual se vinculará muy cercanamente; y, claro, la amante de su esposo.

Kieslowski se concentra en narrar de modo sosegado el proceso de duelo de esta mujer que lo había tenido todo. Primero está ese periodo de negación que detona su intento de suicidio en el hospital en el que venía recuperándose. De vuelta a su vida, no podrá ser capaz de disfrutar aquellos pequeños momentos cotidianos: no puede tocar el piano; mastica con rabia un caramelo, sin saborearlo, como si estuviera destruyéndolo; echa la última composición de su marido a la basura; se desgarra el puño de las manos contra la pared. Julie trata de destruir su presente de a pocos ya que no se ha atrevido a hacerlo del todo en su tentativa de suicidio. En un inicio la apuesta es destructiva antes que creativa. El único placer al que puede acceder parece ser el sexo. Recordemos cuando llama en medio de la noche a Olivier. Ella le dice: “Se lo han llevado todo, solo queda el colchón”. Julie pareciera decir en esas palabras que solo queda uno de los principios básicos de placer: el sexo.

Julie toma la decisión de vender la gran casa que compartía con su familia y depositar todo el dinero familiar en una cuenta que no es la suya. Hay un intento de construirse un presente negando totalmente el pasado. Ahora toma nuevamente su apellido de soltera al alquilar un pequeño departamento. Pero las pruebas tangibles de su pasado irán apareciendo de modo azaroso para recordarle que tiene uno, allí están los “archivos” en video, fotografía o papel que le recuerdan que hay mucho con que lidiar. Julie solo parece encontrar un poco de paz y olvido nadando y estableciendo un único vínculo de amistad con la prostituta que vive en su edificio. 

El duelo en sociedades modernas puede resultar más difícil de sobrellevar, pues en estas sociedades prima el aislamiento, la privacidad, la soledad, la contención o poca expresión de sentimientos, el silencio, la no intrusión en el espacio del otro. En estas sociedades visuales más que orales, sociedades herméticas a la palabra. Por el contrario, en sociedades tradicionales existe la posibilidad de sociabilizar mejor lo que ha pasado, narrarlo (de manera oral) para darle sentido, o incluso de llevar el proceso de duelo de manera desgarradora (el llanto, el lamento, el grito), además los vínculos están más establecidos, puede haber un mayor proceso de contención por parte de los otros. El hombre contemporáneo no tiene esas prerrogativas en las grandes urbes. En ese sentido, para Julie no resulta tan complicado aislarse. Ella tampoco exterioriza lo que le ha pasado, no llora y mucho menos narra. La única persona con la que intenta conectarse y quizá busca encontrar un poco de consuelo es con su madre, pero su madre vive en un asilo y ya casi no la reconoce porque padece de Alzhéimer. La madre es el símbolo del olvido radical que parece buscar Julie.  

Ella pasa por un periodo en el que quiere clausurar su pasado radicalmente. Allí está Julie quemando las partituras inéditas de su marido o rechazando el collar y la cruz que un testigo recogió en el accidente (un regalo significativo de su marido). En este punto resulta clave el pasaje en que el que se encuentra con un vagabundo que toca una flauta y le dice: “siempre debemos guardarnos algo”. Y ella se había estado deshaciendo de todo lo que le remitía a su pasado, no había conservado nada de aquello, quizá solo el adorno azul que tenía en su habitación. Pero el pasado es una coartada inevitable, siempre nos asecha, no hay forma de escapar de él, nos reencuentra, si no fuera así la vida literalmente perdería sentido y punto de referencia. Ese es el caso de la madre de Julie. Y quizá en los encuentros con su madre comprenderá inconscientemente que el camino no es el olvido total, la negación. Hay la necesidad de construir o conservar una narrativa de ese pasado por más doloroso que pueda significar, pues siempre nos encontramos con sus archivos. Allí están las fotos de su esposo con la amante y una historia de muchos años que ha devenido en un embarazo. Ella intenta redimir ese pasado del marido, ya no solo suyo, intentando ser bondadosa y comprensiva. Julie decide regalarle a esta mujer la casa que había planeado vender.

La segunda parte del film se conecta con la vuelta a la creación. Se pone coto a la repetición gracias al “archivo” legado por su esposo y que ella, en un primer momento, había desechado. Julie al conectarse creativamente con este archivo se está amistando con su pasado. Se entera que Olivier ha retomado el ambicioso proyecto de completar la pieza inacabada de Maurice. Ella empieza a participar de ese acto creativo y completa el epílogo de la partitura. Ella ha completado lo inacabado, aquello que había quedado inconcluso con la muerte. Ya no destruye sino que ahora crea o recrea (narra o vuelve a narrar).

Si bien Olivier no le dejará incluir su versión y eso puede resultar frustrante en un principio, Julie ha vuelto a conectarse creativamente con el mundo: no ha caído en la repetición del acto destructivo. Kieslowski apuesta por el arte como forma de reconstituirnos como individuos luego de un hecho traumático. El proceso de resiliencia, la vuelta a la vida, en Julie empieza cuando acaba la película, en el momento en el que ha vuelto a crear. No obstante, se vislumbra que el proceso seguirá siendo arduo y doloroso. Allí tenemos ese final en el que la vemos acostada entre el sueño y la vigilia recordando a las personas con las que ha interactuando en los últimos meses luego del accidente. Ella yace echada como en una urna de vidrio que la aísla de todo, que es transparente e imperceptible, pero que la encierra y no la deja sentir el mundo exterior a plenitud, es ese retorno a la vida con el cual tiene que batallar. Esa imagen final nos ayuda a entender el proceso de duelo que vive y la lucha que ella enfrenta, pero con la cual que ha empezado a lidiar no desde la destrucción (del pasado) y la repetición sino a partir del acto creativo y, claro, del recuerdo y la narración, la comprensión de eso que aconteció y arremetió tan cerca.



martes, 4 de octubre de 2011

El Anticristo


El Anticristo es la historia de una mujer (Charlotte Gainsbourg) que, tras la muerte accidental de su hijo, experimenta una profunda depresión. Para superar ese estado y elaborar su duelo, su marido (Willem Dafoe), un psicólogo conductista, decide llevarla a una cabaña en medio de un bosque llamado El Edén. El proceso posterior a la muerte del hijo será encarado de distinto modo por la pareja. Mientras ella ha colapsado por el dolor y la culpa; ha sido internada y medicada por un siquiatra, él lleva su proceso con una calma y autocontrol que también resulta desmedido en sentido opuesto, hay una intelectualización de lo vivido. Además, contraviniendo los principios de la relación terapeuta-paciente, él se hará cargo de la recuperación de su esposa. El acompañamiento que en un inicio él había llevando bajo control se verá desbordado durante su estadía en El Edén. Ella desbordará todo el saber racional y la experiencia basada en esa razón que su esposo había ido cultivando en los varios años de aprendizaje y en el ejercicio de su profesión.

Las alusiones a la narrativa judeocristiana serán frecuentes: son solo el hombre y la mujer en el Edén, ¿Adán y Eva? Y quizá Abel muerto prematuramente. En relación a este hecho, el niño ha muerto en clave edípica: antes de caer por la ventana ha visto la posesión de su primer objeto por otro hombre que resulta siendo su padre. Ella se siente culpable pues vio al hijo entrando en la habitación, pero el momento de éxtasis pudo más que su rol de protección, su rol de madre. En ella, en su auto-percepción, va vislumbrando una fuerza interna que no puede controlar, que ha comenzado a experimentar desde su primera visita en el Edén.

Lars Von Trier divide las subjetividades de él y ella, del hombre y la mujer, en dos polos que se oponen irremediablemente, sin posibilidad de síntesis, de convivencia paralela. Solo uno se terminará imponiendo de modo violento y radical en el final de la película. El hombre encarna el saber intelectual, la contención de los sentimientos y las pasiones, el control sobre el cuerpo, la racionalización de los eventos, el sentido crítico, una visión desacralizada de la naturaleza. Además, todos esos significados relacionados con el espacio urbano (la ciudad), el orden y las leyes que gobiernan y controlan ortopédicamente a los habitantes de la urbe. Del otro lado, la mujer encarna los sentimientos, las pasiones, el deseo exacerbado, el sin control del cuerpo, una visión sacralizada y animista de la naturaleza, un pensamiento más tradicional, más “salvaje”. Su espacio no es la urbe sino la naturaleza no asimilada al control racional, una naturaleza concebida como el espacio del caos, en el cual no hay reglas ni leyes que controlen la impulsividad animal que anida en los sujetos.

Pero estos espacios son pensados desde dos epistemes particulares que son actualizadas desde los saberes de él y ella: la sicología conductista y la historia del Cristianismo. El discurso que aparece más explícito es este último y es asumido por Ella. Ella había estado escribiendo una tesis sobre la caza de brujas durante la Inquisición. Su formación académica (¿en Historia?) en apariencia le ha dotado de un pensamiento crítico que juzga y discrimina la información, es una intelectual; pero durante el último verano que ha pasado en el bosque junto a su hijo un cambio se ha producido en su modo de percibir el mundo. Ella ha comenzado a asumir acríticamente el discurso que la Iglesia construía acerca de las brujas (la proclividad de las mujeres para ser tentadas por el demonio, la proclividad de las mujeres al mal) y también la percepción de que la naturaleza (el bosque, la selva dantesca) es el espacio en el cual el mal aparece en todo su dimensión, donde lo demoniaco reina sin control. Ese vendría a ser el espacio natural de las mujeres (la interpretación de ellas transitando ese espacio al final de la película podría ir en esa dirección).

Quizá la gran crisis que ella enfrenta al entrar en esa lógica cristiana medieval es que frente a esa proclividad a la maldad en las mujeres, en su historia particular no surge un complemento masculino que encarne la bondad, el bien, a un Dios salvador que la redima. El esposo racional no puede ocupar ese espacio de fe que ella acaso está buscando. Él se encuentra descentrado de la narrativa que ahora construye la percepción del mundo de ella. Él y sus saberes cartesianos no tiene cabida. Incluso antes de ese cambio, su discurso había perdido credibilidad. El gran resentimiento que ella le tiene hace que lo tilde de pedante, soberbio, de una inteligencia que le resulta exasperante y que quizá ella en el fondo quisiera tener.

Ella se siente perdida ante el mal, la fuerza de lo demoniaco es descomunal. Ante esas fuerzas que la dominan, ya no puede tener control. Allí su sexualidad exacerbada y su violencia desbordada en el final de la película. En su cuerpo se juega esa lucha ya no entre la racionalidad y la irracionalidad, sino entre el bien y el mal. Pienso que allí la película encuentre su título: el anticristo como significante que encarna toda esa concepción particular del mal: la naturaleza demoniaca y caótica, las brujas tributarias de ese mal, las mujeres como actante principales de ese programa narrativo, los animales y no el hombre (el cuervo, el venado y el zorro) como presagiadores que dan algo de sentido en ese caos. En términos modernos (la cosmovisión de él), el anticristo como encarnación de la irracionalidad.

Lo que Lars Von Trier, quizá desde los demonios que lo gobiernan, nos está mostrando es la lucha de dos poderosas ideologías y narrativas que se han terminado confrontando y conviviendo en el mundo contemporáneo: El Cristianismo (como uno de los últimos masivos bastiones de un pensamiento sagrado) y La Modernidad (como ese espacio desacralizador, de crítica y construcción de un sujeto que es gobernados por la razón). Ella, más cerca de esa ideología sagrada (que también la termina juzgando como más proclive al mal) y Él del lado del pensamiento moderno. En este posicionamiento de los personajes no creo que Lars Von Trier tenga una visión falocentrista de repetición de estereotipos en cuanto a la mujer sino que muestra como se ha puesto culturalmente a hombre y a mujeres en uno u otro lugar.
Pero la fe ciega o la adscripción sin cuestionamientos también es criticada del lado racional. Él es demasiado autosuficiente, tiene un convencimiento pleno de los dones del autocontrol y de la racionalidad, ni quisiera había en él un espacio para lo onírico (Freud está muerto). Esa autosuficiencia lo lleva a tener la falsa idea de poder controlar la naturaleza desbordada de su esposa en un espacio “peligroso”, nada neutro. Es el hombre que rebaza sus límites. Él cree tener control y vemos como lo pierde y casi le cuesta la vida.

En el enfrentamiento final entre él y ella, él solo podrá vencer a esa fuerza sin control cuando ejerza la violencia. Paradójicamente, es una victoria de la razón desde la violencia. Es la razón aplastando a los demonios del Cristianismo, pero que, sin embargo, forman parte de la estructura básica de ese dogma de fe. Ataca una parte, pero que en el fondo termina atacando al todo, ese todo que tiene una forma particular de entender y estructurar el mundo.