lunes, 10 de noviembre de 2008

Un fantasma de mañana.

D ocupa el pupitre al lado de la venta. D tiene la mirada perdida, atravesada por el inmenso cristal de pared que da a la avenida. Presiento que D ve sin ver. Me acerco a él: “siéntate bien, trabaja”. Me mira como mira todo, como si fuéramos fantasmas. Parece que soy invisible, imperceptible a su mirada, a su atención. Pienso: “estoy muerto”. No me atiende, no me responde o solo lo hace con murmullos, con un aparente temor.

D desentona obscenamente con sus demás compañeros del aula. Los otros participan, se burlan, toman y dejan de tomar nota, gritan, ríen, se aburren, bostezan: viven el colegio. Y pienso que quizá nosotros no seamos los fantasmas sino él. D no copia, no atiende, no participa, ni siquiera molesta o interrumpe. Solo esboza indelebles murmullos de tanto en tanto.

Las semanas se suceden y sé que algo lo perturba en ese silencio, en esa ausencia. Prefiero mantener distancia. “Los demás chicos agotan todo lo que hay en mí”, me digo. No tengo tiempo para saber que pasa por esa cabeza o en realidad no lo quiero tener. Llega el fin del bimestre y D, como era previsible, desaprueba el curso. No le tengo compasión. No ha mostrado ni el más mínimo interés.

En los días sucesivos me entrevisto con la mamá de D a pedido de ella. Me cuenta una historia previsible que no intuí: D estuvo viviendo sólo con su padre y, según la madre, era como si estuviera solo. No me pregunto donde estuvo ella en esos dos meses que he tratado con él. No le recrimino aunque debería de hacerlo. He tenido que convivir con un fantasma por dos meses y sé que, muy en el fondo, me ha perturbado infinitamente.

No hay comentarios: